martes, 18 de diciembre de 2012

Mi lista de la compra

Mañana de viernes. A una hora en la que estar despierto debería ser delito me da por abrir los ojos. Silencio total en mi lujosa habitación. De repente, se oyen unos suaves toquecitos en la puerta de mi dormitorio. Es mi madre, la cual me dice en voz baja: "Álex, hijo mio, ¿te importa ir a hacer la compra?". Me levanto sin rechistar, desayuno, me acicalo, me visto y salgo de casa de camino al Supermercado.

Bajo al garaje, donde me espera mi Ferrari. Arranco el coche y salgo a 200 Km por hora por las vacías calles de mi barrio de primera clase. Tan solo cinco minutos después llego al Supermercado. Prácticamente no hay nadie, sin colas en las cajas. Todas las cajeras sonríen agradablemente. Saco mi lista de la compra: Legumbres, congelados, leche, desodorante, cuchillas de afeitar...

Comienza la compra. Me adentro en el primer pasillo, me entretengo mirando los productos de alta calidad que allí se encuentran. Mientras tanto, cinco misteriosos hombres entran en el Supermercado, vestidos totalmente de negro, con una especie de gabardinas que prácticamente les llegan a los tobillos. Pero yo crítico de moda no soy, por lo que sigo a lo mio, aunque no comprendo por qué los cinco van encapuchados, si hace un día precioso.

Pero bueno, yo sigo entreteniéndome en el primer pasillo. Los cinco hombres encapuchados se adentran en el Supermercado, y se dispersan por los pasillos. Uno queda en el pasillo en el que yo me encuentro, le miro de reojo, a tiempo de ver como se lleva las manos hacia el interior de la gabardina y saca una metralleta. Salto por encima por encima de la cámara de congelados y caigo tras ella justo cuando el individuo suelta la primera ráfaga de disparos. Las balas volaban por encima de la cámara, tenía que buscar una escapatoria, o algo con lo que defenderme. Oigo como los pasos del individuo se acercan, en un movimiento rápido me encaramo a la cámara de congelados y, dando una voltereta en el aire, cojo una bolsa con empanadas congeladas, abro la bolsa y lanzo su contenido hacia el individuo. Las empanadas congeladas chocaron contra su cráneo, partiéndolo en diversos añicos. Quedaban cuatro.

Había dos esperando en el pasillo contiguo. Salté por encima de los estantes, de un lado a otro. Los dos individuos disparaban sin cesar, los paquetes de lentejas reventaban bajo la acción de los disparos, y su contenido se dispersaba por encima de mi cabeza, silbando en mis oidos.Tenía que hacer algo o moriría allí, en aquel suelo de aquel Supermercado. Al caer, me deslicé debajo de una de las estanterías, arrastrándome hasta llegar a una columna que se encontraba próxima a donde yo estaba. Me levanté y cogí el extintor que en ella se encontraba con suma agilidad, esquivando las balas que apunto estuvieron de acribillarme. Uno de los individuos de al otro lado de la estantería se dispone a recargar su arma. Esa era mi oportunidad. Le quito el seguro al extintor y apuntó a través de la estantería hacia donde se encontraba el sujeto. El contenido del extintor lo deja desorientado, casi sin respiración, a punto de ahogarse en una nube tóxica, lo que aprovecho para doblar la esquina, abalanzarme sobre él y golpearme con el extintor una y otra vez hasta que decidió pasar a mejor vida. Pero no había tiempo para regocijarse, ya que en la otra esquina del pasillo se preparaba otro individuo para disparar. Yo no me lo pienso dos veces, y lanzo el extintor con toda mis fuerzas, el cual surca el aire a gran velocidad e impacta en la cara del hombre, hundiéndole la nariz y haciéndole saltar gran parte de sus piezas dentales, las cuales se desparraman por el suelo.Debido al impacto, su cuerpo cae hacia atrás, yendo a parar a la sección de pescadería, donde casualmente aquel día había expuesto un pez espada que se acabó convirtiendo en el arma mortífera en la que el "pobre" hombre quedaría insertado. Ya solo quedan dos.

Los otros dos individuos en cuestión me esperaban en el último pasillo, y hacia allí me encaminé yo. Conocedor de los objetos que había en el último pasillo, enseguida se me ocurrió una brillante y perfecta idea con la que acabar con los dos malhechores que me sobraban. Llegué al lugar en cuestión y puse en práctica la idea que tenía: de nuevo saltando por encima de los estantes, me posé con gran suavidad sobre el liso suelo, estiré el brazo hacia el estante que tenía enfrente y cogí un bote de desodorante, con un rápido movimiento hacia atrás, cogí un mechero del otro estante, abrí el desodorante, encendí el mechero, puse la llama enfrente del desodorante, presioné y apunté hacia la cara del sujeto que disparaba. El grito que salió de su garganta fue sobrenatural, un halarido de espanto practicamente inhumano que retumbó sobre las paredes del Supermercado e hizo vibrar mis tímpanos. La llamarada fue tal que hizo saltar los detectores de incendios. El hombre estaba sufriendo demasiado, y tampoco era cuestión de alargar el asunto, o de quedarme sordo por sus gritos. Me quito el cordón de la capucha de mi cazadora, con un fuerte golpe consigo hacerle un agujero al bote de desodorante, le hato el mechero encendido y lo lanzo hacia el foco de los espantosos gritos. Según se está aproximando hacia la cara del señor encapuchado, el improvisado explosivo hace honor a su nombre y explota, acabando de destrozar al sujeto y terminando de una forma rápida, pero no sé si indolora, con su sufrimiento. Y ya solo queda uno.

Era el momento de poner fin a aquello. Aprovechando el suelo mojado por los aspersores del techo, me tiro de rodillas, deslizándome sobre la superficie con la cabeza hacia atrás, evitando la balas que el último encapuchado, situado al otro lado del pasillo, dispara contra mí. En mi trayecto, saco una mano hacia un lateral para coger un paquete de cuchillas de afeitar, lo abro, saco su contenido y lanzo las cuchillas hacia el sujeto, seccioonándole una de ellas la yugular. Su sangre regó el blanco y pulido suelo, tiñiéndolo de un tono rojizo que el agua se encargó de extender. El hombre se desangró en segundos, a pesar de sus intentos por frenar la intensa hemorragia. Todos habían caído.

En el Supermercado ya solo quedamos una cajera y yo. Todos los demás huyeron o yacían muertos en algún lugar del recinto. Miro a la cajera, una chica rubia, de dos metros, ojos azules, con buenas medidas. La cajera me mira a mí, y empieza a desabrocharse la camisa que lleva puesta, poco a poco, botó a botón.... Entonces, se empiezan a oir unos golpes de lejos.

Mañana de viernes. A una hora en la que estar despierto debería ser delito me da por abrir los ojos. La música a toda pastilla de mi vecino hace retumbar las paredes de mi pequeña, sucia y desordenada habitación. Unos "porrazos" en mi puerta parece que la van a tirar abajo. Es mi madre, que, entrando como los 300 en las Termópilas, me grita como si pensara que no la oyera: "¡NIÑO, LEVÁNTATE, QUE TE VAS A HACER LA COMPRA!". Me levanto a regañadientes, desayuno a toda prisa, no me da tiempo ni a peinarme y me voy hacia el Supermercado. Salgo del portal y está lloviendo a chorros sobre mi barrio de canis, chonis y yonquis, muchos yonquis, pero me toca ir andando, es lo que tiene no tener coche. Tardo mediahora en llegar al Supermercado. Entro y aquello está hasta atrás de gente, y las cajeras tienen la misma cara de vinagre de siempre.

Abriéndome paso a empujones, comienzo a hacer la compra, pero me doy cuenta de me he dejado la lista  en casa, así que me toca improvisar. Cuando ya estoy en el primer pasillo, no sin antes haber recibido incontables pisotones y reproches de las marujas que están allí durante todo el día, y que estarán allí durante  toda su vida, ya que no tienen nada mejor que hacer... Pues eso, según estaba en el primer pasillo, observando los productos casi mohosos y caducados que allí se encontraban, una señora se me acerca y me pregunta: "Oye, bonito, ¿sabes donde están las sopas de sobre?". Y yo maldigo el momento en el que tuve que despertar y cambiar mi sueño para enfrentarme a la realidad.